Viaje por Europa durante marzo y abril del 2019

Todos los viajes tienen la potencia de ser especiales, movilizadores (aunque no todos terminen siéndolo), porque, aún sin saberlo ni proponérselo, se viaja con el “afuera” hacia adentro de uno. Éste viaje que hice en marzo/abril nació con una impronta singular: buscar en tierras irlandesas y escocesas el rastro de un tatarabuelo materno (no tenía certeza de su origen) que vino a vivir a la Argentina en 1810; rastro interno, no datos externos, que por otra parte eran muy difíciles de hallar, no sabiendo, siquiera, en cuál de los 2 países, Irlanda y Escocia, había nacido John Tate…que así se llamaba.

También vería amigos entrañables, daría una clase magistral en Madrid y tal vez cantaría en Barcelona, como hace 2 años, pero el “alma” del viaje, el motor original que se abrió a lo demás, era buscar la conexión existencial con mi ancestro. Y ahí fui….sin celular (desapareció de mis manos ni bien toqué tierra inglesa) y no hablando “oficialmente” inglés…a pura presencia, espíritu, intuición, cuerpo, deseo de comunicación…y conexión….que finalmente, TODO es conexión.

Sin celular ni traductor, me comuniqué con desconocidos de todo el mundo, que me respondieron y ayudaron amorosamente, a pura palabra, gesto, intención; que frenaron su marcha para responderme, orientarme, acompañarme, prestarme sus celulares, sin más datos míos que lo que su percepción y buen corazón les marcaba. Desde luego, el Universo posibilita, y uno sintoniza o no con él y sus propuestas. Solo hay que surfear en ese mar de vida y sucesos que nos llevan a abrir mundos ajenos y propios, y a entender, entendiéndonos.

Y vaya si sentí y ví la escencia de esta parte del tronco que conforma mi copioso árbol… cuánto suyo hay en mí, cuánto se me legó, cuánto de su escencia se me transmitió, como dice Serrat, “con la leche templada y en cada canción” (he recibido “canciones” por parte de padre y madre, pero esa es otra historia a contar).

Tengo sangre celta, entre otras fuertes raíces. Me reconocí asombrada en sus símbolos, flores, música, colores, y en infinidad de detalles. Me re-conocí.

Uno de esos asombros fue encontrarme con las mismas líneas curvas y rectas que son típicas de esa cultura, y que yo dibujaba de adolescente sin saber por qué, sin saber siquiera ese origen; simplemente me salían en frisos. Otra “coincidencia” incluyó a la flor con la que siento una afinidad especial, la magnolia “grandiflora”, enorme, blanca, que crece en árboles; es una flor que no solamente amo, sino que me identifica; he hecho incluso una canción que lleva su nombre; ella debía estar en la portada de mi página web (el “lugar” que iba a mostrar mi quehacer, mis impresiones, mi vida, mi identidad), página que preparé con urgencia y vehemencia antes de viajar, ayudada por uno de esos hermosos seres que elijo y me ayudan tanto, mi “sensei cibernético”, como le digo. Pues fueron magnolias (las rosadas), las que encontré en los canteros de Galway, pueblo de pescadores en Irlanda, pueblo del que me enamoré, que me atrapó con su magia y su energía tan afín a mi sentir; pueblo en el que encontré un increible y genuino cantor callejero que se acompañaba con guitarra, y me hizo verme reflejada, cantora, (hace muchos años acompañándome con guitarra, ahora en piano) en él. Pueblo donde ví en la calle una mujer que bailaba maravillosamente con tapitas en los zapatos, tan típico de los irlandeses, y me llevó a recordar que mi 1° amor fue la danza. También debía estar en la portada de la página web una espiral, que graficara lo que concibo como Vida, Universo, esa energía en expansión que nos contiene y a la cual respondemos sin saberlo. Dibujé la espiral antes de viajar, con mis pinturitas de colores, pero como no había podido escanear el dibujo, terminé subiendo a la página una espiral genérica (ya haré lo que quedó pendiente). Pues resulta que la espiral, tal como la había dibujado, es un esencial símbolo celta (cosa que desde luego yo ignoraba), que ahora llevo al cuello en un colgante que compré en una tienda de por allá. Otro símbolo que yo desconocía (racionalmente) de esa cultura es la cruz celta, que es una ancha cruz católica rodeada de un círculo que grafica el Sol, o el Cosmos; dije ancha, porque no es el cruce de ramas delgadas que personalmente me impresionan y me transmiten mucho sufrimiento; se trata de algo que parece hecho en metal, sólido, más ancho en las puntas. Esa cruz que de alguna manera marca lo humano, rodeada de lo cósmico, expresa la cosmovisión que gracias a mis padres (y evidentemente ahora para mí, a los ancestros que buscaban salir), fui gestando desde mi infancia, con el Hombre como parte del Universo que lo contiene.

Encontré una síntesis perfecta de otra dicotomía que tenía entre el mar y la sierra, ambos paisajes significativos en mi vida. Como dije, hallé esa síntesis de paisajes amados, en el camino de Galway a los acantilados de Moher: el mar increiiible, el océano enooorme y azul, la playa con simples casas blancas pintadas a la cal y rodeadas de verde, donde pastan caballos (los amo especialmente, me identifican profundamente) y vacas, la angosta carretera pasando en el medio entre ese verde playero, y el desnivel de las agrestes sierras naranjas (como las de nuestra Provincia de Bs As) que caen a la playa. Y en esa ruta, que hice 2 veces seguidas, como para reforzar las sensaciones y vivencias y que no se me borrara de la memoria lo vivido (no tenía cómo sacar fotos, sin celular), un cartel con el mismo nombre de la casa que me alojaba en Dublin, nombre que la dueña de la casa le había puesto al alojamiento, sin saber por qué, pero obedeciendo a un sueño que había tenido. El otro tramo fue Escocia. LLegué un domingo Día de la Madre allá, en un nuevo aniversario de la muerte de mi mamá, (la bisnieta que portaba el apellido de mi tatarabuelo), y en el camino para llegar a mi hotel, me encontré con una espectacular iglesia abierta a la que quise entrar, aún con valija, cartera y bolso en mano; fui recibida con enorme dulzura y gentileza e invitada a sentarme cómoda en los bancos del templo, y no permanecer de pie, por una mujer que estaba cerca de la puerta de entrada, evidentemente de la congregación; al fondo había un coro cantando maravillosa y simplemente, sin artificios técnico vocales, que a esta altura yo detesto y rechazo (he cantado muchísimo en todo tipo de coros desde los 6 años). Esa iglesia era en realidad la Catedral de Saint Mary, que era EXACTAMENTE uno de los nombres de mi mamá, el nombre que provenía de los anglosajones. Obviamente, con el alma conmovida, se me cayeron las lágrimas.

Encontré el nombre Mary y el de su padre, mi abuelo Eduardo, en las páginas del libro que sobre el apellido hay en el majestuoso e imponente Castillo de Edinburgo, que mira desde la colina a la bellísima ciudad, y también supe que los escoceses descendían de los irlandeses, que a su vez venían de los vickingos.

Y volví a impresionarme al saber que la flor nacional escocesa es el cardo, flor que yo juntaba especialmente, y a la que sacando las espinas y hojas secas agrupaba en un florero, deslumbrada por la delicadeza de su color, perfume y suavidad, en significativas vacaciones familiares en la Patagonia hace muchos años.

“Casualidades”, convergencias, repeticiones, similitudes, que pueden tomarse como datos aislados e inconexos… o como puntos que pueden unirse para encontrar el dibujo detrás de ellos, como hacían los antiguos con la visión de las estrellas en el cielo, agrupándolas en dibujos, las constelaciones. Puntos que se van enlazando. Para mí, todos signos que aportan Sentido. Me enamoré de la multicolor y simple Galway, la vitalidad, alegría, empuje, autenticidad, música. Dublin, singular, me mostró una delicia sutil y expansiva por donde la mirara. Edinburgo, de colores ocre/anaranjados, atrapante, energética, fuerte, sólida, bellísima, magnética e increible, con historias de fantasmas y aparecidos, me deslumbró. Quiero volver a ambos países. Luego seguí el viaje (ese es otro relato), con todo lo vivido en mi mochila interna. Y más adelante volví a mi país, habiendo reconocido vivencialmente en mí esa rama materna. Y lo que para mí es más significativo, habiéndole dado lugar y jerarquía a esa parte materna del árbol, que tenía perfil bajo (hay otra de perfil alto…otra historia digna de ser compartida). Ahora se usa decir “sanando”.

Recuerdo una definición que siempre llevo en mí: Salud es Integración. No tengo todas las respuestas, pero volví más entera, más integrada, más feliz, más completa. Tengo ganas de agregar a mi nombre el apellido materno, el que portaba mi tatarabuelo John Tate; con la combinación de ambos apellidos (materno y paterno) aparecería oficialmente mi nombre completo, tanto por rama paterna como por rama materna. Basta de “O”. Es momento de “Y”.

Soy Cabrera Tate, y también Tate Cabrera.